La enigmática Orden del Temple 1/2
Tres de las más importantes sociedades secretas surgieron públicamente en
el siglo XII. Todavía existen hoy y tienen entre sus miembros los principales
personajes de la política mundial, la banca, los negocios, los militares y los
medios de comunicación. Eran los Caballeros Templarios, los Caballeros
Hospitalarios de San Juan de Jerusalén y los Caballeros Teutónicos.
Los Caballeros Hospitalarios han cambiado su nombre varias veces. Han sido
los Caballeros de Rodas y hoy son los Caballeros de Malta en su forma católica
y su versión protestante es conocida como los Caballeros de San Juan de
Jerusalén. Como los Caballeros de Malta, su cabeza oficial es el Papa y sus
oficinas centrales están en Roma.
Asimismo, los Caballeros de San Juan están ubicados en Londres y su cabeza
oficial es el Rey o Reina de Inglaterra. Las versiones, católica y protestante,
son la misma organización al más alto nivel. Los Caballeros Templarios fueron
constituidos aproximadamente al mismo tiempo, en 1118, aunque podría haber sido
al menos cuatro años antes. Y fueron primero conocidos como los Soldados de
Cristo. Los Templarios están rodeados de misterio y contradicción, pero es
conocido que dedicaron la orden a la “Madre de Dios“. Los Caballeros Templarios
promovieron una imagen cristiana como una cobertura y por tanto la Madre de
Dios se pensó que era María, la madre de Jesús. Pero para las sociedades
secretas el término la Madre de Dios simboliza a Isis, la virgen madre del Hijo
de Dios egipcio, Horus, y la esposa del dios del Sol, Osiris, en la leyenda
egipcia. Pero veamos la historia de esta organización.
La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón (en latín,
Pauperes commilitones Christi Templique Solomonici), comúnmente conocida como
los Caballeros Templarios o la Orden del Temple (en francés, Ordre du Temple
oTempliers) fue una de las más famosas órdenes militares cristianas. En el año
1118 después de Cristo, los cristianos controlaban una vez más Tierra Santa. La
Primera Cruzada había constituido un éxito clamoroso. Pero aunque los
musulmanes eran derrotados, sus tierras confiscadas y sus ciudades ocupadas, no
habían sido conquistadas. En vez de ello, permanecían en los límites de los
recién establecidos dominios cristianos, haciendo estragos contra todos los que
se aventuraban a ir a Tierra Santa.
La peregrinación segura a los lugares santos era una de las razones de las
Cruzadas, y los peajes de ruta eran la principal fuente de ingresos para el
recién constituido Reino Cristiano de Jerusalén. Los peregrinos acudían a
diario a Tierra Santa, llegando solos, por parejas, en grupos o, a veces, como
enteras comunidades desarraigadas. Desgraciadamente, los caminos no eran nada
seguros. Los musulmanes permanecían al acecho, los bandidos vagaban libremente,
incluso los soldados cristianos constituían una amenaza, ya que el pillaje era,
para ellos, una forma normal de proveerse. Hay varios escritores que han
escrito interesantes obras sobre los templarios, tales como Fernando Diez
Celaya, Javier Sierra, Robert Ambelain, Juan Atienza. Lynn Picknett y Clive
Prince, entre otros. Para este artículo me he basado parcialmente en las obras
de estos autores, sobre todo en la obra “Los Templarios”, de Fernando Diez
Celaya.
Según Juan Atienza, todas las noticias que tenemos de estos monjes
guerreros vienen, con muy pocas excepciones, de su tierra originaria. Los
investigadores franceses han entrado a saco en la orden, la han desmenuzado, la
han transformado a su imagen y semejanza, y la han convertido en materia de uso
prácticamente exclusivo. Sin embargo, los templarios fueron, de hecho, una
especie de compañía multinacional esotérica, que había nacido de padres franceses
muy lejos de Francia -en Jerusalén- y que se extendió rápidamente, en la medida
de sus fuerzas y del tiempo que se les concedió, por todo el mundo conocido y
hasta, en parte, por ese otro mundo que aún estaba por conocer. La península
ibérica y las islas que forman parte de su territorio nacional fueron una de
sus metas; en apariencia simples metas de poder económico y territorial. Pero,
si nos detenemos a meditar en la circunstancia templaria, tenemos que
preguntarnos: ¿fueron únicamente eso? la presencia templaria no fue sólo un
acontecimiento político, guerrero o religioso -a nivel de religión oficial, se
entiende-, sino una eclosión de auténtico esoterismo institucionalizado, que se
cubrió, mientras pudo, de apariencias ortodoxas, mientras en la intimidad y en
el secreto de las bailías y encomiendas se fraguaba una postura distinta que, a
través de la influencia política y de la capa de obediencia a las instituciones
religiosas y al papa, buscaba nada menos que otro saber. Y, a través de él,
otro poder también, porque en la historia de la eterna búsqueda del hombre por
el conocimiento se esconde -¡siempre!- un ansia de poder que coloque al que
sabe por encima del que ignora. Saber y poder han marchado siempre unidos en la
historia desconocida del hombre. Y, en este sentido, los templarios constituyen
un ejemplo que pervive, aunque el tiempo y sus detractores hayan hecho
secularmente todo lo posible por borrarlos del recuerdo.
La Orden del Císter, fundada por San Roberto en la abadía de Citeaux,
Francia, en 1098, como renovación y recuperación de los ideales benedictinos y
pureza de la regla original, intervino directamente en la creación de la Orden
del Temple. Ya san Bernardo, abad de Claraval, presunto fundador o, al menos,
inspirador de la orden, redactó sus estatutos y animó a sus familiares, sobre
los que al parecer ejercía un gran ascendente, que a la sazón eran condes de
Champagne o vivían en dicho condado, para que participasen directamente en la
fundación de la orden, se vincularan a ella o la favorecieran con donaciones y
legados.
El trovador Albrecht Von Johannsdorf canta: «Me he hecho cruzado por Dios
(…). Que Él me cuide para que vuelva, pues una dama tiene gran pena por mí (…).
Pero si ella cambia de amor, que Dios me permita morir». Y el emperador Enrique
VI en un rapto de amor cortés: «Saludo con mi canción a mi dulce amada / a la que
no quiero ni puedo abandonar», versos que sin duda no dedicó a su esposa, la
reina Constanza de Sicilia, a cuya familia mandó asesinar ante sus propios
ojos. Hugues de Payans, el primer gran maestre del Temple, es señor feudal de
un territorio cercano a Troyes y está emparentado con los condes de
Champagne; André de Montbard, uno de los nueve caballeros, es tío del propio
San Bernardo. Y San Bernardo, como sabemos, esel abad fundador de la abadía de
Claraval, perteneciente a la orden del Císter (y de otras 343 casas
abaciales), orden que hasta la fundación del Temple era refugio de caballeros
y trovadores cuando éstos, hastiados de las pasiones del siglo, se retiraban a
la vida contemplativa y recoleta de sus claustros, con su divisa ora et labora.
El movimiento renovador del Císter, apoyado en las abadías de Claraval,
Citeaux. La Ferté. Pontigny y otras, recabó considerable poder y autoridad y
desbancó a la antaño todopoderosa Orden de Cluny, de la que procedía y cuya
regla enmendaba, en un intento por regresar a las fuentes primigenias de la pobreza
benedictina, sobre todo durante la titularidad de San Esteban Harding
(1109-1134) como abad de Citeaux, quien encargó a sus monjes la ardua tarea
de descifrar y estudiar los textos sagrados hebraicos hallados en Jerusalén,
después de la toma de la ciudad en 1095, con ayuda de los sabios rabinos de la
Alta Borgoña. El Císter participó en la fundación de la Orden del Temple y
también en la creación de las Órdenes militares de Calatrava (1164), Alcántara
(1213) y Aviz (1147), que, curiosamente, heredarían y serían, pese a todo,
continuadoras del Temple tras su proscripción. Los privilegios de la Orden del
Císter encierran una fórmula que empleaban los caballeros templarios y en la
que el neófito postulante, admitido a la orden, jura, además de los extremos relacionados
con la fe, obediencia al gran maestre, defender a la Iglesia católica y no
abandonar el combate aun enfrentado a tres enemigos. Y, por su parte, el
juramento de los maestres templarios afirma, «según los estatutos prescritos
por nuestro padre san Bernardo», que «jamás negará a los religiosos, y
principalmente a los religiosos del Císter y a sus abades, por ser nuestros
hermanos y compañeros, ningún socorro…». Esta frase da pie a algunos estudiosos
(Charpentier entre ellos) para afirmar que el Temple fue, en puridad, una
hechura completa de la Orden del Císter y de san Bernardo en particular, quien
encargó a hombres de su confianza, los nueve caballeros, una misión especial y
secreta.
Esta misión ponía en juego el poder de la propia orden —que, curiosamente,
a los pocos años resultó ser tan poderosa y acaudalada como la orden
cluniacense que se había pretendido reformar mediante la pobreza—, perseguía al
parecer el descubrimiento de secretos milenarios, como el paradero del arca
de la alianza o del santo grial, y pudo ser la responsable directa de la
aparición del arte gótico en Francia. Por desgracia, el misterio que ha
envuelto desde siempre a la Orden del Templo de Salomón no ha arrojado luz
alguna sobre estas hipótesis.
De manera que cuando un caballero de la Champagne, Hugo de Payens, fundó
con otros ocho caballeros una orden monástica de hermanos combatientes dedicada
a facilitar el tránsito seguro de los peregrinos, la idea recibió una amplia
aprobación. Balduino II, que gobernaba Jerusalén, concedió a la nueva orden
refugio bajo la mezquita de Al Aqsa, un lugar que los cristianos creían que era
el antiguo Templo de Salomón, de manera que la nueva orden tomó su nombre de su
cuartel general: los Pobres Compañeros Soldados de Cristo y el Templo de
Salomón de Jerusalén. La hermandad inicialmente se mantuvo pequeña. Cada
caballero formulaba votos de pobreza, castidad y obediencia. No poseían nada
individualmente. Todos sus bienes terrenales pasaban a ser de la orden. Vivían en
comunidad y tomaban su comida en silencio. Se cortaban el pelo muy corto, pero
se dejaban crecer la barba. Obtenían la comida y la ropa de la caridad, y el
modelo de su monasterio procedía de san Agustín. El sello de la orden era
particularmente simbólico; dos caballeros subidos a una sola montura… una clara
referencia a los días en que los caballeros no podían permitirse su propio
caballo. Una orden religiosa de caballeros combatientes no era, según la
mentalidad medieval, una contradicción. Por el contrario, la nueva orden
apelaba tanto al fervor religioso como a la proeza marcial. Su creación
resolvía también otro problema —el reclutamiento de soldados—, ya que proveía
una presencia constante de luchadores de confianza.
«No es coincidencia que la mayor orden de caballería de la historia sea el
Toisón de Oro. Con lo que queda claro lo que esconde la expresión Castillo. Es
el castillo hiperbóreo donde los templarios custodian el Grial, probablemente
el Monsalvat de la leyenda» (Umberto Eco, El péndulo de Foucault). El misterio
ha envuelto desde siempre las auténticas motivaciones que surgieron en el ámbito
político y religioso europeo del siglo XII para que determinadas instancias de
poder decidieran la creación de una orden militar y religiosa a la vez, tan
compleja en su trayectoria y tan desmedidamente poderosa en el corto lapso de
medio siglo como la Orden del Templo de Salomón. En el contexto de los
avalares sociopolíticos de este siglo y de los que siguieron, destacan importantes
figuras que estuvieron en relación con la orden, que la favorecieron
abiertamente, que la apoyaron desde una clandestinidad sorprendente —pues se
trata de un apoyo que se produjo antes y después de su interdicción—, que
colaboraron en su engrandecimiento y quizá después en su caída y ruina, o que
la combatieron sin ambages desde su fundación. Desde san Bernardo de Claraval,
su presunto fundador, a Inocencio III o Clemente V; desde el emperador
Federico II Hohenstaufen al rey de Francia Felipe IV el Hermoso, pasando por
los reyes trovadores, los condes-reyes templarios catalano-aragoneses, los
condes de Provenza, los sultanes de Egipto o los reyes de Jerusalén: todos
ellos se interesaron por los templarios, por su sabiduría, sus secretos y su
poder, basado muy en parte en su floreciente economía.
Bernardo (1090-1153), fundador y primer abad de Claraval (Clairvaux,
Francia), doctor de la Iglesia, ardoroso predicador de la II Cruzada, está
considerado por muchos el verdadero fundador e inspirador de la orden. De
hecho, su texto De laude novae militiae está dedicado a analizar las dificultades
y contradicciones de una orden militar como la templaría, que pretende ser,
por un lado, religiosa —y, por tanto, dedicada a la oración y a la compasión—
y, por otro, militar —abocada a la guerra y al homicidio—. Pero ya el santo
varón se encarga de dejar claros los conceptos de homicidio penado y homicidio
en nombre de Cristo, lo que disculpa e incluso ensalza. Éste es el fundamento
de la «guerra santa», que tan conocida es en su versión musulmana. De cualquier
forma, la figura de Bernardo se presenta como impulsor de la nueva orden y su
carácter enérgico y decidido consigue que el proyecto sea aprobado y
reconocido, para bien de la cristiandad, que necesita de los esfuerzos de
estos milites Christi, «soldados de Cristo», un término ya controvertido en la
propia época de la fundación de la orden, pues no en vano se alzan numerosas
voces, sorprendidas por este nuevo ejército militante que no tiene reparo en
recurrir a la espada para defender la fe por medio de la sangre. Hay que tener
en cuenta que, hasta el momento, los enfrentamientos entre ambas religiones
—el cristianismo y el islam— habían sido dirimidos mediante pacíficos acuerdos,
allí donde coexistían ambas religiones, o mediante métodos más expeditivos —en
cuestiones fronterizas o entre reinos—. Pero nunca se había visto que monjes
profesos no tuvieran reparo en acudir a las armas para solventar las
diferencias con otras religiones. Esto sentaba un peligroso precedente y creaba
un vacío legal en la aplicación de la doctrina católica. Si los siervos de
Cristo podían recurrir a la espada con toda impunidad, teniendo incluso el
Paraíso por recompensa, como sucedía con los integrismos musulmanes o los
primitivos cultos germánicos, se violaba flagrantemente la ley mosaica.
De este modo, se santifica la guerra y la muerte violenta del enemigo,
aunque san Bernardo trate de aclarar que «se trata de enfrentarse sin miedo a
los enemigos de la cruz de Cristo», sin pararse a pensar que es precisamente
Cristo el que renuncia, con su ejemplo personal, según los Evangelios, a
utilizar la violencia de las armas contra los enemigos de la fe. Pese a la
postura tan ortodoxa y tan en consonancia con la doctrina oficial de San
Bernardo, no en vano doctor Ecclegiae,no faltan autores que sospechan intereses
y motivaciones ocultas en su actuación y, quizá con exceso de imaginación, lo
convierten en el misterioso abad de secreta conducta que, aparentemente hijo
predilecto de la Iglesia romana, realiza toda una labor de zapa para, solapadamente,
crear una orden de monjes-soldados cuyos estatutos les posibiliten poco a poco
una independencia inusitada de la jerarquía eclesiástica. Monjes sujetos tan
sólo al fallo del papa en última instancia y de cuya obediencia se pudieran
desligar en un futuro gracias al inmenso poder de la orden, económico y, por
tanto, también político y social. De ser cierto esto, Bernardo habría sido el
artífice de un poderoso movimiento basado en postulados ideológicos y religiosos
precristianos, encaminado a desarrollarse en el seno de la cristiandad,
precisamente con el único fin de acabar con la hegemonía de ésta y de acelerar
el advenimiento del Reino de los Mil Días que la Biblia preconiza.
Pero, más allá de las especulaciones, la doctrina y la figura de san
Bernardo se conforman puntualmente a los patrones tradicionales de obediencia a
la Iglesia, como demuestran sus escritos, pese a que en ciertas ocasiones tome
la pluma para enmendar la conducta de algún pontífice. Bernardo es, ante todo,
un hombre de iglesia, devoto y estricto, que quizá no llega nunca a sospechar
el poder inmenso y los tortuosos caminos que recorrerán dos siglos más tarde
sus hijos predilectos, los milites Christi, los soldados del Templo de Salomón
a los que ha prestado todo su apoyo y esfuerzos. La historia se perfila en
1118. Jerusalén está ya en manos cristianas, y dos órdenes militares de
reciente creación -los Hospitalarios (1110) y los Teutónicos (1112)- se
encargan eficientemente de proteger los Santos Lugares de cualquier intento de
recuperación por parte de los árabes. Pues bien, justo por aquel entonces el
conde Hugo de Champagne, uno de los hombres más influyentes de Francia,
poseedor de más tierras y siervos que el propio Rey, recluta a nueve hombres de
su absoluta confianza para cumplir una extraña misión.
El conde tiene 41 años, ha viajado en varias ocasiones a Tierra Santa
participando en la Cruzada que conquistó esos territorios en 1099, y muestra un
especial interés en que sus caballeros se establezcan en la Jerusalén
cristiana. El entonces rey de la Ciudad Santa, Balduino II, les cederá sin
demasiadas contemplaciones la plaza más importante del burgo: el recinto de la
Cúpula de la Roca. Los musulmanes habían edificado en aquel solar una suntuosa
mezquita, levantándola justo sobre el emplazamiento donde un día estuvo el
sancta sanctórum del Templo de Salomón, y bajo la cual dejaron al descubierto
una gran roca que la tradición asegura que había sido el lugar en el que
Abraham, siguiendo órdenes de Dios, había querido sacrificar a su hijo Isaac.
Pero aquella roca significaba mucho más.
Para los árabes, justo sobre aquel suelo de piedra había descendido una
misteriosa “escala divina” por la que el profeta Mahoma había logrado ascender
en cuerpo y alma a los cielos. Fue aquel un viaje santo en el que dicen que el
profeta comprendió la estructura de la creación por gracia del propio Alá,
convirtiendo la ciudad en el tercer lugar santo del Islam después de La Meca y
Medina. El relato, idéntico en muchos aspectos al que la Biblia atribuyó siglos
antes a Jacob -que también contempló otra de esas “escaleras al cielo” camino
de Harrán (Génesis, 28)-, debió excitar la imaginación de los cruzados. Si
aquella roca era lo que decían los infieles, allí debía esconderse una especie
de “mecanismo” capaz de conectar cielo y tierra. Una especie de “ascensor”
sobrenatural al reino de Dios. Fuera o no por esa razón, lo cierto es que los
templarios se asentaron en la Roca -Haram es-Sharif la llaman los árabes- entre
1118 y 1128. Su misión: proteger el lugar y las rutas de los peregrinos que
quisieran alcanzarla como meta espiritual. Paradójicamente, pese a su condición
de caballeros, durante esos diez años de reclusión en la ciudad los hombres del
conde Hugo no libraron ni una sola batalla. Sus espadas no se unieron a las
fuerzas de ocupación cristiana de Jerusalén para luchar en los frentes abiertos
desde Antioquía a Tiberiades, ni tampoco se preocuparon por reclutar a nuevos
caballeros para su causa.
Por el contrario, todo parece indicar que se concentraron únicamente en la
excavación y desescombrado sistemático de los establos del antiguo Templo de
Salomón, descubriendo unas gigantescas bóvedas subterráneas, demasiado grandes
para albergar a unos pocos hombres y su séquito. Un cruzado alemán llamado Juan
de Wurtzburgo, dijo que aquellos sótanos “eran tan grandes y maravillosos que
podía albergarse en ellos más de mil camellos y mil quinientos caballos“. Y la
duda, naturalmente, no tardó en saltar: ¿buscaban algo en particular aquellos
hombres? ¿”Algo” quizá relacionado con la intensa historia de aquel pedazo de
tierra?
Muchos estudiosos de este periodo histórico, como Louis Charpentier, Robert
Ambelain o más recientemente Michel Lamy, sostienen que durante aquellos
trabajos los templarios pudieron dar con alguna reliquia o quizás con
documentos históricos importantes que les hicieron tremendamente fuertes a ojos
del Papa y las monarquías de su época. Pero en 1945 surgió una nueva pista.
Este año se descubrieron en Qumrán, junto al Mar Muerto, en Israel, algunos
manuscritos antiguos de la época de Jesús.
Uno de ellos, el llamado Rollo del Cobre, describía un fabuloso tesoro
formado por la “vajilla sagrada” de Salomón, que debía estar enterrado en el
subsuelo de aquel lugar desde el siglo IX a.C. ¿Buscaron los templarios ese
tesoro? Si hemos de creer en lo que dice la Biblia, el ajuar del Templo debió
ser fabuloso: un altar de perfumes de oro macizo, una mesa para los panes de la
proposición de cedro y oro, copas, braseros y lámparas de metales nobles
adornaban una estancia en la que se guardaba el tesoro de los tesoros, “el
Santo de los Santos“: el Arca de la Alianza. Si descubrieron el depósito que
cita el Rollo del Cobre o no, es probable que nunca lo sepamos, pero lo cierto
es que en el año 1125 el mentor de aquella expedición de los primeros
templarios, el conde Hugo, abandonó familia y posesiones en Francia y se
apresuró a unirse a sus caballeros. ¿Para qué? Su precipitada salida de Troyes
demuestra, sin duda, que el noble recibió noticias de algún descubrimiento
fundamental que requería de toda su atención…
Fuera lo que fuese lo que hallaron los templarios, tres años después, al
regreso de la campaña de Jerusalén, le sigue la fulgurante ascensión de esta
organización. Se convoca el concilio de Troyes sólo para respaldar a la nueva
milicia del conde Hugo. San Bernardo, en 1130, redacta los estatutos de la
organización, y en 1139, en un tiempo récord, el papa Inocencio III concedía a
los templarios unos privilegios exorbitantes para la época, haciéndoles
independientes hasta de la propia Iglesia, y obligándoles tan solo a rendir
cuentas al pontífice en persona. A partir de ahí, todo lo relacionado con el
Temple se convierte casi en leyenda. Ningún documento histórico da fe de qué
pudo convertir un grupo de nueve expedicionarios en toda una fuerza militar,
religiosa y política de la época. Y los historiadores, casi a la fuerza, se han
visto obligados a desembarcar en la literatura de aquel periodo para buscar
respuestas.
En los albores del siglo XIII un poeta y caballero teutónico llamado
Wolfram von Eschembach escribe un abigarrado texto -titulado Parsifal – en el
que afirma que los templarios son los custodios del Santo Grial. Pocos años
antes, en otro texto escrito por un poeta de la región gobernada por el conde
Hugo, un tal Chretien de Troyes, mencionó esa reliquia por primera vez,
describiéndola no como la copa utilizada por Jesús durante la Última Cena, sino
como una especie de bandeja o losa sagrada. ¿Habían descubierto los templarios
el Grial? ¿Y qué era ese Grial del que nadie se había preocupado hasta ese momento?
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