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LA ENIGMÁTICA ORDEN DEL TEMPLE 4/15

Los filisteos fueron un pueblo de la Antigüedad, del cual existen testimonios en diferentes fuentes textuales (asirias, hebreas, egipcias) o arqueológicas. Ellos se mencionan en la genealogía de las naciones, donde juntamente con Caftorín, fueron descendientes de Mesraín. Se hacen conjeturas que con bastante probabilidad habían venido de Creta, algunas veces identificada con Caftor y que no dejaban de ser gente más bien “pirata“. Los filisteos aparecen en fuentes egipcias donde son presentados como los enemigos de Egipto venidos del norte, mezclados con otras poblaciones hostiles conocidas colectivamente por los antiguos egipcios bajo el nombre de Pueblos del Mar. Tras su enfrentamiento con los egipcios, los filisteos se establecieron en la costa suroeste de Canaán, es decir, en la región central de la actual Franja de Gaza. En contextos posteriores, este territorio sería denominado Filistea en época romana, antes denominado Judea Samaria. Sus ciudades dominaron la región hasta la conquista asiria de Tiglatpileser III en el año 732 a. C.. Seguidamente, fueron sometidos a los imperios regionales y parecen haber sido asimilados progresivamente. Las últimas menciones a los filisteos datan del siglo II a. C., en la Biblia.Y según dijo el profeta Samuel: “Por lo cual hicieron que se juntasen todos los sátrapas de los filisteos, los cuales dijeron: Devolved el Arca del Dios de Israel, y restitúyase a su lugar; a fin de que no acabe con nosotros y con nuestro pueblo. Porque se difundía por todas las ciudades el terror de la muerte; y la mano de Dios descargaba terriblemente sobre ellas, pues aun los que no morían, estaban llagados en las partes más secretas de las nalgas; y los alaridos de cada ciudad subían hasta el cielo: Los filisteos estuvieron en poder del maldito objeto durante siete meses, al cabo de los cuales ya no pensaban sino en desprenderse de él. Cargaron la caja sobre un carro, le uncieron dos vacas y las arrearon a latigazos, entre mugidos, hasta el límite de Betsamés. Por la mañana, cuando los betsamitas salieron al valle para segar el trigo, repararon en el carro con el Arca. Inmediatamente sacrificaron las vacas y llamaron a los sacerdotes levitas, como únicos que sabían manejar el Arca. Lo horrible es que aún murieron setenta jóvenes, por desconocer la peligrosidad del Arca; ingenuos como niños, se habían aproximado demasiado al peligroso cargamento, y «el Señor los hirió con grande mortandad»”. En 1978 aparece en Londres el libro “La máquina del maná”, una obra escrita en colaboración por el naturalista George Sassoon y el ingeniero Rodney Dale. Los investigadores británicos se atuvieron a la descripción, más detallada, del Zohar, interpretándola y reconstruyéndola a la luz del saber técnico y biológico de nuestros días. Pretendieron demostrar que elArca de la Alianza era un artefacto técnico —tal como sospechó Bendavid—, acarreado por los israelitas durante su viaje a través del desierto para que no les fallara la provisión de un alimento rico en proteínas: el maná. Parece ser que el Arca de la Alianza no era el Santo de los Santos, sino sólo el embalaje de una máquina que producía alimento. Sólo podían acercarse a la misma los «elegidos», es decir, aquellos que fuesen conocedores de su manejo. Las personas no iniciadas sufrieron lesiones, enfermaron o murieron porque la máquina irradiaba fuerte radiactividad. El maná, según el libro del Éxodo, era el alimento enviado por Dios todos los días durante la estadía del pueblo de Israel en el desierto. Todos los días, menos el sábado, por lo cual debían recolectar doble ración el viernes. También se encuentran referencias en midrashes judíos que el maná tenían el sabor y la apariencia de aquello que uno más deseaba. En el Arca de la Alianza se conservaba una muestra. El maná también se menciona brevemente en el Corán, en las azoras al-Baqara, al-Araf, y Ta-ha, mencionando la fuente divina del maná como uno de los milagros con los cuales Dios favoreció a los israelitas. En el libro del Éxodo se le describe apareciendo cada mañana después de que el rocío hubiera desaparecido, y debía ser recogido antes de que el calor del sol lo derritiera. Según Números llegaba con el rocío, por la noche. Según la descripción bíblica, el maná se parecía a las semillas de coriandro, era de color blanco, y tras molerlo y hornearlo se parecía a las obleas con miel aunque en Números se describe del mismo color que la mirra india, y añade que algunas de las tortas sabían a tortas aceitadas.
Los exégetas creen que estas diferencias se deben que el Éxodo es un texto yavista mientras el de Números es de fuente sacerdotal. El Talmud babilónico explica que las diferencias en la descripción se debían a que su gusto variaba según quien lo tomaba, miel para los niños, aceitunas para los jóvenes, pan para los mayores. La literatura rabínica clásica soluciona la cuestión de si el maná caía antes o después del rocío, explicando que lo hacía entre dos capas de humedad. Por motivos desconocidos para nosotros, los “dioses”, probablemente seres extraterrestres, tuvieron interés en aislar a un determinado grupo humano respecto de su ambiente habitual, y mantenerlo durante más de dos generaciones apartado de todo contacto con el resto de la humanidad. A través de su mediador, un profeta, ordenaron la segregación del grupo elegido, alejándolo de la civilización. Moisés —aunque también pudo ser otro el elegido— condujo a los israelitas a través del desierto. Al principio estos “dioses” mantuvieron a raya a los enemigos del pueblo errante: Según el Éxodo, “las aguas vueltas a su curso sumergieron los carros y la caballería de todo el ejército del Faraón que había entrado en el mar en seguimiento de Israel: ni uno tan siquiera pudo salvarse”. Se argumenta, por ejemplo, que los israelitas habrían aprovechado el reflujo para vadear un estrecho cubierto de plantas acuáticas, mientras que los egipcios, al seguirles, habrían sido sorprendidos por el flujo o crecida de las aguas. Por muchas cualidades privilegiadas que atribuyamos al pueblo elegido, no podemos negarles a los egipcios, los primeros que calcularon la duración del año en 365 días, y precisamente gracias a la observación de las crecidas del Nilo, un conocimiento sobre los períodos de la bajamar y la pleamar por lo menos tan completo como el de los israelitas. No parece que los egipcios corrieran a ciegas a su perdición. Fueron desorientados a propósito por unos misteriosos «ángeles»… y mediante una columna de fuego. Según el Éxodo: “En esto, alzándose el ángel de Dios que iba delante del ejército de los israelitas, se colocó detrás de ellos, y con él juntamente la columna de nube, la cual, dejada la delantera, se situó a la espalda, entre el campo de los egipcios y el de Israel; y la nube era tenebrosa (por la parte que miraba a aquéllos) al paso que (para Israel) hacía clara la noche, de tal manera que no pudieron acercarse los unos a los otros durante todo el tiempo de la noche”. Esa nube no sería un meteoro casual, ya que Moisés manifiesta expresamente que la «columna de nube y fuego» era una señal de guía para los israelitas: “E iba el Señor delante para mostrarles el camino, de día en una columna de nube y por la noche en una columna de fuego, sirviéndoles de guía en el viaje, día y noche”. Nunca faltó la columna de nube durante el día, ni la columna de fuego por la noche delante del pueblo. Los fenómenos meteorológicos casuales son esencialmente transitorios; podrán presentarse durante minutos, o durante horas si se quiere, pero no a lo largo de meses y años. Tal explicación no resiste el más somero examen. Fue una aventura tremenda la de conducir a miles de seres humanos, mujeres, niños, ancianos, hombres y jóvenes por una región donde no hay frutos silvestres ni caza de que alimentarse. Los problemas de abastecimiento han hecho fracasar incluso a ejércitos modernos. Los naturalistas británicos George Sassoon y Rodney Dale reconstruyeron el ‘Antepasado de los Días» con arreglo a las descripciones del Zohar. Según su opinión, se trataba de una máquina capaz de producir un alimento albuminoide, el maná, por síntesis partiendo de algas irradiadas.En los desiertos cálidos, con su ambiente poco propicio al desarrollo de la vida, las temperaturas varían entre 58 grados centígrados y -10 grados centígrados. La precipitación media anual apenas llega a los diez centímetros. Allí la naturaleza no produce nada susceptible de aliviar el hambre de un grupo numeroso de gente. Y sin embargo, Moisés no tuvo reparos en lanzar a su pueblo a través del interminable desierto abrasado bajo el sol.

Parece que los “dioses” extraterrestres proveyeron de alimentos a los israelitas y Moisés lo sabía de antemano. Pues «el Señor» que se le había aparecido en medio de una «zarza ardiente» le facilitó una máquina maravillosa que iba a librarle del problema para todos los años que durase la migración. Según George Sassoon y Rodney Dale, durante la noche almacenaba el agua recogida del rocío y la mezclaba con algas microscópicas del tipo Chlorella para producir cantidades ilimitadas de alimento. La síntesis de materia alimenticia a partir del agua y de las algas verdes se operaba por irradiación. Pero la irradiación supone que hay una fuente de energía. ¿De dónde sacarla en medio del desierto? Según las investigaciones actuales seguramente fue un reactor nuclear en miniatura. El aparato mostrado por «el Señor» a Moisés en la montaña sagrada parece que no podía permanecer expuesto al aire libre. Quizá le perjudicasen las tempestades de arena del desierto, o las elevadas temperaturas del mediodía. También es posible que no conviniera permitir que el pueblo del éxodo viese la extraña fábrica de donde salía su alimento. Sea como fuere, el caso es que construyeron para la misma un Arca, es decir un recipiente seguro, realizado sobre prototipo y con arreglo a especificaciones definidas. Por consiguiente, el Arca no era la máquina del maná, sino sólo el contenedor que servía para guardarla y transportarla. Durante los descansos prolongados, la máquina se guardaba en una tienda. Dada la peligrosidad de la radiación, la misma no se alzaba nunca en medio del campamento: Moisés, también recogiendo el Tabernáculo, lo puso lejos, fuera del campamento, y lo llamó Tabernáculo de la Alianza. Uno de los conceptos más fundamentales que se desarrollan en toda la Escritura lo constituye el hecho de que Dios está preparando habitación para residir en medio del hombre: Dios viene. Las religiones en general se centran en ir a Dios. No obstante, la verdad bíblica nos asegura que Dios es el que viene a nosotros, es decir, a este mundo. El diseño del tabernáculo nos permite ver aspectos muy importantes de Su venida. El Tabernáculo y sus detalles fueron revelados a Moisés en el Monte Sinaí (Éxodo). Pareciera que lo que Dios mostró a Moisés fue una visión del trono de Dios y de la “Nueva Jerusalén” para que Moisés hiciera un registro minucioso de lo observado. Este registro sirvió posteriormente para definir las especificaciones mismas del tabernáculo. El mensaje más importante arrojado en el estudio del tabernáculo es que nos habla del Camino hacia Dios. El tabernáculo o tienda de reunión se situaba en medio de las tribus de Israel. Tres tribus por lado acampaban alrededor del tabernáculo. Una pared hecha de cortinas separaba el tabernáculo del pueblo mismo. Dentro del área se encontraba el altar de bronce, el lavatorio y el “Mikdash“. El “Mikdash” se componía de dos recintos: el recinto más interno denominado Lugar Santísimo, y el externo llamado Lugar Santo. La presencia de Dios descansaba en el Lugar Santísimo o Kadosh HaKadoshin. Al Lugar Santísimo solo se podía llegar a través de la cámara externa o Lugar Santo. Para acceder al Mikdash debía primero pasarse por el altar de bronce y el lavatorio. Según Sassoon y Dale, siguiendo las orientaciones del Zohar, el «Antepasado de los Días» funcionaba durante seis días seguidos en turno matutino, produciendo maná sin problemas de ninguna clase. El séptimo día aparentemente se destinaba al mantenimiento de la máquina. Estos trabajos de mantenimiento corrían a cargo de los levitas, instruidos por Aarón, el hermano de Moisés. Aarón había acompañado a Moisés en el Monte, y sin duda recibió instrucciones: “Mas el Señor le dijo: Anda, baja; después subirás tú y Aarón contigo; pero los sacerdotes y el pueblo no traspasen los límites ni suban hacia donde está el Señor, no sea que les quite la vida”. Parece que los acompañantes extraterrestres del pueblo israelita se propusieron separar de su medio a este grupo humano.

Cuando su vehículo espacial hubo aterrizado en la montaña, su comandante ordenó expresamente a Moisés que construyera una cerca alrededor del punto de aterrizaje, a fin de que nadie pudiese acercarse: “Baja e intímale al pueblo que no se arriesgue a traspasar los límites para ver al Señor, por cuyo motivo vengan a perecer muchísimos de ellos...”. Dijo entonces Moisés al Señor: “No se atreverá el pueblo a subir al monte Sinaí, puesto que tú me has intimado y mandado expresamente: Señala límites alrededor del monte y santifícale”. El pequeño grupo de “dioses o ángeles” extraterrestres hizo demostración de superioridad mediante trucos técnicos: la columna dirigible de fuego, el exterminio del ejército egipcio. Las toberas de la nave espacial expelían gases ardientes y producían un estruendo ensordecedor: Todo el monte Sinaí estaba humeando, por haber descendido a él el Señor entre llamas; subía el humo de él como de un horno, y todo el monte causaba espanto. De la nave espacial fue descargada una máquina productora de alimento, y entregada a Moisés y Aarón. Durante los transportes, la máquina era guardada en un recipiente, el Arca de la Alianza. Se cargaba en una carreta de bueyes, pero no debía pesar más de trescientos kilogramos, pues se citan algunos casos en que fue trasladado por hombres con ayuda de pértigas. Las personas que, por descuido, permanecían demasiado cerca del aparato, enfermaban, padecían vómitos y les salían llagas, escamas y eczemas. Nadie sabía lo que se transportaba en el Arca. Al pueblo sólo se le dijo que los alimentaba «el Señor». El Tabernáculo donde estaba el Arca servía para celar un secreto. Los levitas, después de recibir formación especial, atendían al servicio de la máquina revestidos con ropas apropiadas. Pero tampoco ellos conocían los principios en virtud de los cuales funcionaba. Tenían miedo de ella, y con buen motivo, pues en algunos de los accidentes también murieron sacerdotes. La sociedad hebrea de la época de Jesucristo se dividía en cua¬tro castas o grupos sociales: saduceos, del que se reclutaban los sacerdotes, de carácter conser¬vador; fariseos, interesados en la separación de los contenidos re¬ligiosos de la vida social y polí¬tica; zelotes, interesados en la independencia del pueblo judío del yugo romano, y esenios, el grupo más radical y espiritual, que preconizaba el contacto con la naturaleza, el vegetarianismo, la imposición de manos terapéu¬tica y otras prácticas acordes con las religiones sincréticas heterodoxas tradicionales. “Los templarios, se dice en el proceso de 1307, se han conta¬minado de esas creencias y supersticiones de Oriente, han caído en el error que combatían, han caído en la herejía, han abo¬minado de Nuestro Señor. Y por tanto son culpables”. Su misión era luchar contra los infieles. Tanto para los musulmanes como para los cristianos, el tér¬mino «infiel» (latín infidelis)se aplicaba en la Edad Media a aquellos que no creían en el is-lam o en el cristianismo respectivamente. En principio, el con¬cepto no presupone traición a la fe, sino rechazo por desconoci¬miento de la misma. En los te¬rritorios sometidos por guerras de religión, los «infieles» eran obligados a abjurar de su fe y a abrazar la «verdadera», o sea, la impuesta por la fuerza de las ar¬mas. Los ejércitos de ocupación cruzados, durante la toma de Jerusalén (1099), hicieron tal car¬nicería entre los infieles que «marchaban con la sangre hasta los tobillos». Por su parte, los sarracenos no perdonaban las vidas de los soldados cristianos, sobre todo templarios, quienes ya sabían la suerte que correrían si eran capturados, excepto si abjuraban de la fe (lo que a veces ocurría). La muerte que les es¬taba reservada era el degollamiento ritual.

Esto cuando no eran asalta¬dos por un grupo de temibles guerreros musulmanes, los templarios del islam, pues ya desde 1090 (y hasta 1257) exis¬tía en los países musulmanes de Oriente Medio un cuerpo espe¬cial de monjes-soldados similar a lo que después serían los tem¬plarios y con presupuestos reli¬giosos coincidentes en un esoterismo sincrético. Se denomi¬nabanashashins, término que procede de la palabra «haschís», sustancia que al parecer con¬sumían los adeptos con el fin de acceder a ciertos estados de con¬ciencia antes de la lucha y que en las lenguas romances dio el actual nombre de «asesinos». Su fiereza en el combate era proverbial y su valentía extraordinaria, pues su orden les prohibía abandonar el mismo aun enfrentados al enemigo en proporción de uno contra siete. Habitaban en unas fortalezas denominadas ribbatsque, según se afirma, fueron el origen de los castillos templarios. Aunque lo cierto es que, en la mayoría de las ocasiones, el Temple se li¬mitaba a conquistar las ciudadelas que jalonaban las fronte¬ras con el mundo musulmán, tanto en Tierra Santa como en España, señalizadas en los mapas con la leyenda hic incipit leonis, lo que sólo era cier¬to en Asia Menor y en África, con lo que ocupaba sus castillos fuertes, que eran poderosas edificacio¬nes fortificadas, inteligentemente construidas, en las que se inspiraron a veces los arquitectos cristianos. El Temple, por su parte, poseía sus castillos y for¬talezas, algunos de ellos prácti¬camente inexpugnables, tales como Beau¬fort (Líbano), Safed, Tortosa o Cháteau-Pélerin. Y la Orden del Hospital también tenía castillos, como el Crac de los Caba¬lleros. La orden de los ashashins tenía un «gran maestre», el de¬nominado «Viejo de la Monta¬ña», que los dirigía desde un lu¬gar secreto y que, al igual que el mayor jerarca del Temple, estaba en contacto con los monar¬cas de Oriente y, según se dice, con los de Occidente (a través del Temple). Este juego político que se vieron obligados a re¬presentar los templarios —por lo menos los que participaron en los secretos de Estado y en el funcionamiento interno de la orden— fue en parte causan¬te de su caída. Todavía no eran tiempos para un orden sinárquico universal, para el sincre¬tismo de las religiones; ni para el ecumenismo en los albores del siglo XIV, aunque ya despuntase el Renacimiento. Jacques de Mahieu, un escritor francés especializado en la historia de los primeros pobladores de América, sostiene que la Orden del Temple trazó una ruta de navegación secreta entre Europa y el Nuevo Mundo para explotar las minas de plata del Yucatán y aún incluso de Perú y Bolivia. Mahieu trata así de develar el misterio de las enormes riquezas de las que parecía disfrutar la Orden, y aporta como pruebas algunos paralelismos iconográficos sorprendentes.



Por ejemplo, ídolos de culturas precolombinas con cruces paté grabadas en el pecho, o incluso monolitos de piedra como “El Monje“, hallado en las ruinas altiplánicas de Tiahuanaco, que Mahieu cree que es idéntica, aparte del estilo, a uno de los apóstoles que luce la portada gótica de Amiens. Ambos sostienen un libro con idéntico cierre y hasta el rostro presenta las mismas proporciones. Pero, ¿son válidas esas apreciaciones para decir que los templarios llegaron a América? Javier Sierra dedicó siete años a la documentación de otro caso histórico ciertamente singular. Se trata de los extraños episodios que rodearon la evangelización de Nuevo México, Arizona y Texas a manos de los franciscanos a principios del siglo XVII. Contrariamente a lo que sucedió en otros rincones de América, los españoles no sólo no encontraron resistencia alguna al bautismo por parte de los indígenas, sino que en muchos poblados éstos salían al paso de las caravanas de religiosos para pedirles con gestos la conversión. Al parecer una misteriosa “dama azul” se había aparecido meses antes en aquellas regiones, anunciándoles el desembarco de los europeos. Tras descartar que fuera una aparición de la Virgen de Guadalupe -que se manifestó en México menos de un siglo antes-, los franciscanos llegaron a la conclusión de que aquella “dama” era una monja de clausura soriana que, sin salir jamás de su convento a 11.000 kilómetros de allí, se había bilocado hasta Nuevo México para cumplir su misión evangelizadora. Sierra recogió estos datos en una novela que tituló La dama azul. Y Javier Sierra se plantea una serie de preguntas: ¿Por qué los templarios tuvieron como puerto principal de su flota La Rochelle, en la costa atlántica francesa, cuando en el siglo XIII el mar comercial por excelencia era el Mediterráneo?; ¿Por qué los templarios, a diferencia del resto de órdenes de caballeros de la época, mantuvieron tratos intensos con los árabes?; ¿Por qué las principales catedrales góticas en las que se cree que intervinieron los templarios tienen como elemento iconográfico dominante el Arca de la Alianza, que pertenece al Antiguo Testamento, y no muestran ni una sola escena con Cristo crucificado?; ¿Por qué el rey Felipe el Hermoso de Francia decide en 1307 acusar de herejía a la Orden del Temple y logra desmantelarla en un periodo de tiempo tan corto? En el siglo XII, hacia el año 1128, fecha en que se aprobó la crea-ción de la Orden del Temple en el concilio de Troyes, la cuenca mediterránea se hallaba cada vez más sometida a la influencia del islam, que llegó en un avance incontenible hasta Occidente de mano de los diversos pueblos y naciones árabes que acabaron instalándose en las fértiles ori¬llas de un mar al que los ro¬manos llamaron Mare Nostrum. El sur de la península Ibérica pertenecía a los príncipes omeyas de Córdoba y a otras fami¬lias de origen damasceno o sim¬plemente magrebí cuyos terri¬torios degeneraron en los reinos de taifas. En esta época, los in¬vasores almorávides y almoha¬des se alzaron con el poder, al igual que en toda la costa norteamericana, y su influencia se ex¬tendió por el centro del territo¬rio peninsular hasta abarcar los reinos moros de Valencia y Za¬ragoza, que lindaban peligrosamente con los territorios por¬tugueses, castellano-leoneses y catalano-aragoneses. Y mientras que el sur de Francia ya se ha¬llaba libre de los conquistadores musulmanes —pues éstos, en su avance, habían llegado hasta el Rosellón—, y lo mismo sucedía con la península Itálica, la ame¬naza y el empuje del islam con¬tinuaba siendo notable en el ar¬chipiélago y la península hele¬nos, sede del imperio bizantino de Constantinopla, en la penín¬sula de Anatolia, donde triun¬faba y se expandía cada vez más el imperio selyúcida de Bagdad, y en Egipto, donde reinaban fatimíes y ayubíes. Ya en el siglo XV, el cristia¬nismo hispano-visigodo habría arrojado de la península Ibérica al último rey moro tras la toma de Granada (1492) y los Santos Lugares obrarían de nuevo en poder del sultán de Egipto. A mediados del siglo XVI el imperio otomano había tomado el relevo a la preponderancia árabe y do¬minaba toda la cuenca mediterránea, a excepción de la zona correspondiente a Europa occi¬dental. Y un nuevo peligro se cer¬nía sobre la cristiandad: los ejér¬citos del imperio turco llegarían hasta las puertas de Viena, para conmoción de Europa entera.
Fuente: http://oldcivilizations.wordpress.com

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