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LA ENIGMÁTICA ORDEN DEL TEMPLE 5/15


Pese a la conquista de los terri¬torios palestinos en los que que¬daban enclavados los Santos Lugares y la fundación del reino de Jerusalén, la seguridad de los pobladores cristianos era precaria, por lo que el rey Balduino realiza en 1115 un llamamiento a los cristianos de Oriente, pe¬tición que Balduino II reiterará en 1120, esta vez dirigida a Oc¬cidente. Más o menos en 1118, un caballero francés, Hugues de Payns (o Hugo de Payens) que, según algunos his¬toriadores es catalán y su verdadero nombre es Hug de Pinós. Y aquí nos tenemos que preguntar, ¿fue un catalán el primer gran maestre de la Orden del Temple? Una leyenda cuyo origen se remonta al siglo XVII pone de manifiesto que un caballero de nombre Hug de Pinós se convirtió en el fundador de la misteriosa congregación de monjes guerreros que combatieron en Tierra Santa durante la Edad Media. De ser cierta esta hipótesis, recogida en forma de manuscrito encontrado en la Biblioteca Nacional de Madrid, desterraría el mito que nos ha legado la historia y que sitúa al francés Hughes de Payns (1070-1136) como primer gran maestre templario. El manuscrito es revelador, ya que dice: “Declaración de la inscripción griega de la cruz de la iglesia de San Esteban de Bagá, cabeza de la baronía de Pinós, quién particicipó de la armada que tomó Tierra Santa, año 1000”. Este manuscrito es obra del historiador catalán Esteban de Corbera y está dedicada al conde de Guimerá. La relación de este noble con las Cruzadas viene dada a través de su linaje familiar, originario de Bagá. Este pequeño municipio que se sitúa en las estribaciones del Pirineos, cerca de la frontera francesa, está rodeado de unos cuantos pueblos donde podemos encontrar iglesias de planta circular, vinculadas a la arquitectura de la orden, como La Pobla de Lillet y Santa María de Besora. Dos de los miembros de la dinastía Pinós, los hermanos Hug y Galcerán, hijos del Almirante de Catalunya, viajaron a Tierra Santa durante la I Cruzada, donde participaron los templarios en la toma de Jerusalén, para acompañar a nobles de los condados de la Cerdaña y el Rosellón. De allí Hug se trajo, al parecer, una extraña y milagrosa cruz patriarcal bizantina. Dicha cruz, fabricada en madera repujada en plata, es única en Catalunya por su forma y se creía que guardaba en su interior un trozo del sagrado Lignum Crucis. En la toma de Jerusalen (1099), los hermanos Pinós lucharon y entraron por la puerta llamada de San Esteban y, posteriormente, el hermano mayor, Hug, se unió a otros caballeros cruzados para fundar una cofradía dedicada en cuerpo y alma a la protección de los peregrinos, a la que el rey Balduino II concedió como sede unos edificios situados en las dependencias del antiguo Templo de Salomón, por lo que los cofrades pasaron a llamarse templarios, mientras su fundador, convertido en líder de la naciente orden, cambiaba su apellido por el del nombre de su pueblo originario, pasando a llamarse Hugo de Bagá, latinizado como Hugo de Baganis o Paganis, que los franceses rebautizarían como Hughes de Payons o de Payns. Él sería quien enviase a su propio hermano de vuelta a su tierra natal y con el encargo específico de, aparte de fundar la iglesia de San Esteban, comenzar el reclutamiento de caballeros para la orden que había fundado en Tierra Santa. Pero, en todo caso, su proceden¬cia resulta de difícil determinación. Acude ante Balduino, rey de Jerusalén, y solicita, junto a otros ocho caballeros, al parecer franceses y fla¬mencos, la aquiescencia real para defender a los peregrinos cristianos en su transitar por Tierra Santa. El rey accede, les concede privilegios y les entrega las edificaciones correspondien¬tes al antiguo Templo de Salo¬món para que vivan en él, de lo que resulta que los nueve ca¬balleros habitan prácticamente en el sagrado recinto cuya cons¬trucción y destrucción na¬rra la Biblia. Nueve años más tarde, tras la previa incorporación a la or¬den del conde de Champagne (1126), Hugues de Payns y algunos de los caballeros templarios par¬ten hacia Francia, donde expondrán, en el concilio de Troyes (1128), la necesidad de la inci¬piente Orden de obtener unos estatutos aprobados por la Iglesia; solicitar consejo a san Ber¬nardo, abad de Claraval, sobre cuestiones preeminentemente de conciencia, estableciendo una diferencia entre «guerra justa» y «guerra santa», y reclutar frai¬les-soldados para Tierra Santa, pues cada vez son más necesa¬rios. Así, pues, san Bernardo re¬dacta los estatutos y participa directamente en la puesta en marcha de un proyecto al que, según parece, tampoco es ajena la Orden del Císter ni el abad de Citeaux, Esteban Harding.


El papa Honorio II (1124-1130) decide la aprobación de los estatutos de la orden y da su visto bueno al proyecto: la crea¬ción de una orden que proteja a los peregrinos en Tierra Santa y haga practicables las rutas que los conducen hasta el Santo Se¬pulcro. Quizá, y a decir de mu¬chos, existen otros motivos so¬terrados para la fundación de una orden religiosa y militar que, en teoría, va a realizar las mismas misiones y prestar idén¬ticos servicios que la ya existen¬te de los hospitalarios. Se trata, pues, de una misión aparente para defender pe¬regrinos en el contexto de una Tierra Santa perennemente ame¬nazada, durante los dos siglos de vigencia de la Orden, por con¬flictos bélicos y políticos. La pro¬pia Jerusalén cae varias veces en poder de los infieles y la ciudad se ve continuamente sometida a in¬tercambios, negociaciones y tratados internacionales. Así pues, más allá de la pro¬tección de los peregrinos, los templarios se van a encargar de la defensa de los intereses de la cristiandad en Oriente, intere¬ses tanto políticos como económicos, pero siem-pre vinculados a la política hegemónica de la Santa Sede. Pues no en vano el Papa, de quien de¬pende directamente la Orden y sus grandes maestres, es la máxima figura de la Iglesia, y a él deben obediencia no sólo las órdenes militares sino las principales jerarquías secu¬lares. Y, a la cabeza de todas ellas, el sacro emperador romano-germánico. Los templarios, como monjes-soldados, luchan al lado de la cristiandad y de los ejércitos procedentes de Europa occiden¬tal; crean sus encomiendas, eri¬gen sus poderosas fortalezas; in¬tervienen en la redacción de las leyes, en los pleitos dinásticos, en la economía europea, trayen¬do y llevando, y prestando dinero, hasta edi¬ficar un imperio fabuloso, impensable algunas décadas antes de su fundación, un auténtico Estado dentro del Estado, como cuerpo separado del reino de Francia primero y de la jerar¬quía eclesiástica romana después. Cuando la historia no aporta pruebas definitivas de los hechos, surge la leyenda y se crean diversas líneas de pensamiento. Entre ellas destacan las dos corrientes contrapuestas propias de toda situación dual irresoluta. Algunos historiado¬res y estudiosos propugnan la teoría de que la orden templaría fue creada para la consecución de fines secretos, relacionados con el descubrimiento de gran¬des verdades esotérico-místicas que los poderes oficiales habían silenciado durante siglos (según Louis Charpentier). Otros dicen que para la creación y desarrollo de un imperio uni-versal sinárquico. Y añaden a los motivos de su creación la persecución de teorías trascendentales y espirituales de primer orden, cuyo estudio y práctica cambiara al hombre y a la hu¬manidad y lo proyectará a una nueva época de elevación espi¬ritual (según Juan Atienza, en sus obras “La meta secreta de los templarios” o “La mística solar de los templarios: Guías de la España mágica”, entre otras obras). Pero existen otros que niegan decididamente toda implicación trascendental en la obra y la misión de los templarios y li¬mitan el análisis de la Orden al mero panorama político y reli¬gioso medieval y renuncian a plantearse interrogantes y enig¬mas que, en muchos casos, sal¬tan a la vista o por lo menos sorprenden (Alain Demurger: Auge y caída de los templarios,1986). Ante tales interpretaciones no estaría de más sacar a colación las palabras de Jacques Bergier respecto de otro fenó¬meno contemporáneo bien co¬nocido y nunca lo suficiente¬mente analizado: «El nazismo constituyó uno de los raros mo-mentos, en la Historia de nues¬tra civilización, en que una puerta se abrió sobre otra cosa, de manera ruidosa y visible. Y es singular que los hombres pre¬tendan no haber visto ni oído nada, aparte de los espectáculos y los ruidos del desbarajuste bé¬lico y político».

En otro orden de cosas, las opiniones sobre estos soldados del Templo de Salomón abarcan un am¬plio abanico de interpretaciones de su gesta. Desde quienes sos¬tienen que los templarios pertenecieron a un orden precris¬tiano y secular, de origen druídico, que nada tuvo que ver con los postulados de la Iglesia ro¬mana y que nació para proteger a cataros, gnósticos y sufíes, hasta los que afirman que su meta fue rotundamente anti¬cristiana y alejada de todo im¬pulso renovador y progresista, pasando por los que sostienen que la orden fue la excusa tras la que se parapetaron las acti¬vidades de ciertas sociedades secretas de los siglos XII y XIII, de cuyas fuentes bebieron las órdenes rosacrucianas y franc-masónicas de los siglos XVIII y XIX. En 1118 nueve caballeros fran¬ceses y flamencos se presentan en Tierra Santa, ante el rey de Jerusalén, Balduino II, y le ofre¬cen su colaboración para vigilar y patrullar caminos, realizar la¬bores policiales y defender a peregrinos y cristianos en gene-ral de las acechanzas de sarrace¬nos y beduinos e incluso de los propios cristianos jerosolimitanos que no temen, en ocasio¬nes, darse al bandolerismo y desvalijar a los devotos visitan¬tes europeos. A la cabeza de estos valerosos hombres viene, como sabemos, el caballero noble Hugues de Payns. Tanto si este caballero responde ante Bernardo de Claraval del éxito de la misión como si todo ello obedece al particular criterio e iniciativa propios del noble, na¬da se sabe con certeza. El caso es que los caballeros llegan y el monarca les concede al punto un lugar donde aposentarse. Nada más y nada menos que el propio templo del rey Salomón, o lo que de él queda. Y los caballeros, llamados «templarios» por este hecho, se instalan en las caba¬llerizas abandonadas. Posteriormente todo el sacro recinto que¬dará a su disposición y nadie tendrá permiso para salir o en¬trar en contra de la voluntad de los templarios, pues ejercen tal ascendiente sobre el rey de Je¬rusalén que éste concede priori¬dad absoluta a sus necesidades y peticiones. Los caballeros habitarán en un principio en el palacio real de Balduino II, que en ese momen¬to era la actual mezquita Al-Aqsa, dentro del antiguo recinto ocupado por las ruinas y restos del templo de Salomón deno¬minado Haram al-Sherif (la «explanada»). Pero muy pronto el rey, que se ha hecho construir otro alcázar junto a la torre de David (1118), deja su palacio a los templarios, que moran en él y celebraban culto en la cercana mezquita de Omar o Cúpula de la Roca (actualQubbat al-Sakkra), que ellos dedican al Señor (Templu Domini). Todo ello sin salir del recinto salomónico, ya que finalmente son dueños absolutos del mismo, pues las donaciones de los monjes-caballeros del Santo Sepulcro los convierten en po¬seedores de la inmensa expla¬nada del templo de Salomón. No obstante la finalidad de su misión, los templarios pasan en aquel recinto nueve años sin combatir ni una sola vez con el enemigo infiel, dedicados sólo a la oración y a la meditación y quizá preparándose para la lu¬cha militar que les espera. Nada se sabe de otras actividades du¬rante ese tiempo. Los caballeros templarios son Hugues o Hugo de Payns, pa-riente de los condes de Champagne, que será después elegido gran maestre de la orden; su lu¬garteniente Godefroy Godofredo de Saint-Omer, de origen flamenco; André o Andrés de Montbard, tío de san Bernardo; Payen de Montdidier y Archambaud de Saint-Amand, flamen¬cos. Los restantes son anóni¬mos, pues sólo se conocen sus nombres de pila: Gondemare, Rosal, Godefroy y Geoffrov Bisol. Poco antes de 1128, cuando los caballeros se disponen a re¬gresar a Francia, se les añade un nuevo templario; el propio conde Hugo de Champagne.

Pero en 1128 sólo una zona en la cuenca oriental del Medi¬terráneo pertenecía al orbe cris¬tiano: el reino de Jerusalén, es decir, la franja que de-limita los Estados Palestinos, en ese momento en poder de los nobles europeos o de sus sucesores, que se habían abierto camino hasta el Medi-terráneo oriental merced a las cruzadas lanzadas por los pa¬pas romanos. Estas expediciones bélicas habían surgido como una necesidad religiosa de recupe¬ración de los lugares que la cris¬tiandad consideraba sagrados, pues en ellos había transcurrido la vida, la pasión y la muerte de Jesús de Nazareth. Sin embargo, las instan¬cias cristianas del momento —la jerarquía de la Iglesia católica— olvidaba que aquellos lugares eran también sagrados para ju¬díos y musulmanes, pues en ellos habían vivido y predicado, al igual que Jesús, tan¬to Moisés como Mahoma. Por eso, Jerusalén, la Ciudad Sagra¬da, era también «la tres veces santa», y en ella subsistían las ruinas del que fuera el Templo de Salomón —la mezquita de al-Aqsa—, que fue edificado según las estrictas normas que Yahvé había dado a Moisés y cuya cons¬trucción aparecía puntualmente detallada en la Biblia, libro respetado por las tres religiones monoteístas surgidas a orillas del mismo mar. Como se verá, tanto este privilegiado emplazamiento y su tripartito pasado religioso, como las enseñanzas bíblicas re¬ferentes al Templo de Salomón obraban ya en conocimiento de los fundadores de la Orden del Temple cuando arriban a Jeru¬salén en 1118 y se presentan ante el rey Balduino II. Las cruzadas surgieron por dos motivos: los meramente espiri¬tuales y los económicos. Los pri¬meros obedecían a una necesi¬dad de miles de personas que, acosadas por la urgencia de trascendencia espiritual, se ponen en marcha desesperada¬mente, como si se tratara de una migración abocada a la autodestrucción, y que consolidó el fenómeno de la cruzada espiritual propiamente dicha. Este impulso colectivo recibió poste¬riormente el espaldarazo de la jerarquía religiosa católica, dis¬puesta a fomentar en una época de peligroso oscurantismo, como los albores del siglo XII, todo aquello que, a la larga, repre¬sentase una ocasión para asen¬tar sus privilegios, lucrativos o políticos, toda vez que a partir de esta época la Iglesia católica se configuró en Occidente como el Estado más poderoso y acau¬dalado de la cristiandad, al que sólo los templarios eran capaces de salir fiadores y prestar sumas fabulosas. Los motivos económicos de la aventura cruzada radican pre¬cisamente en esta necesidad que tenía la Iglesia de aumentar y consolidar su patrimonio. Las naciones católicas enarbolan el estandarte de la fe y marchan a Tierra Santa a arrojar a los in¬fieles de los santos lugares y de toda Palestina. Pero a nadie se esconde que tras la pretensión religiosa subyace un programa de conquista de nuevos territorios, encaminado a conseguir que los convoyes y las naves comerciales transiten pacíficamente por las rutas de la seda y de las especias, liberar el Mediterráneo y acceder al exó¬tico mercado de Oriente, como intentaría Marco Polo. En fin, crear un punto de anclaje de ejércitos fieles a la cristiandad (el reino de Jerusalén) que sirviese de arsenal y frontera ante el avance del islam. Y en todo esto, una orden militar como la templaría se revela como algo muy impor¬tante y necesario, pues puede ac¬tuar en los territorios sometidos como núcleo difusor de ideolo¬gías y como cuerpo policial. La carestía, el hambre, las epi¬demias, la penuria que afligía a las clases populares, sumado a la falta de cultura, hacen de la población europea un terreno fértil donde la exaltación religio¬sa sembrará la simiente de es-peranza que conduce al hombre medieval al fanatismo o a la lo¬cura. Los predicadores y la con¬cepción trascendental y última de la existencia, azuzada por la imagen de un más allá terrorífico para una humanidad desasistida y la ma¬yoría de las veces depauperada, es el mecanismo que libera el re¬sorte psicológico por el que las masas adoptan soluciones drásticas y en ocasiones suicidas, ante sus conflictos de identidad colectivos. En este contexto, la santa cruzada, em¬prendida en nombre de Dios para salvación de naciones y de almas, es una solución a corto plazo.

En 1128 la comunidad se había expandido, encontrando apoyo político en lugares poderosos. Príncipes y prelados europeos donaban tierras, dinero y bienes materiales. El Papa finalmente sancionó la Orden y pronto los caballeros templarios se convirtieron en el único ejército permanente en Tierra Santa. Estaban gobernados por una estricta regla de 686 normas. Estaba prohibida la caza mayor, el juego y la cetrería. La charla se practicaba de forma comedida y sin risas. La ornamentación estaba también prohibida. Dormían con las luces encendidas, vestidos con camisas, chalecos y pantalones, listos para el combate. El maestre era un gobernante absoluto. A su lado estaban los senescales, que actuaban como sustitutos y consejeros. Los sergents, en francés, eran los artesanos, trabajadores y asistentes que sostenían a los hermanos caballeros y formaban la columna vertebral de la Orden. Por un decreto papal de 1148, cada caballero llevaba la cruz roja paté de cuatro brazos iguales, ensanchada en sus extremos, encima de un manto blanco. Fueron los primeros en ser disciplinados, equipados y regulados como ejército permanente desde los tiempos de los romanos. Los hermanos caballeros participaron en cada una de las posteriores cruzadas, siendo los primeros en el combate, los últimos en retirarse y nunca caían cautivos. Creían que el servicio en la Orden les procuraría el Cielo, y, en el transcurso de doscientos años de constante guerrear, veinte mil templarios ganaron su martirio muriendo en la batalla. En 1139, una bula papal situó a la Orden bajo el control exclusivo del Papa, lo que les permitió operar libremente en toda la Cristiandad, sin sufrir la interferencia de los monarcas. Se trataba de una acción sin precedentes, y, a medida que la Orden ganó fuerza política y económica, amasó una inmensa reserva de riqueza. Reyes y patriarcas le dejaban grandes sumas en sus testamentos. Se concedían préstamos a barones y comerciantes con la promesa de que sus casas, tierras, viñedos y huertos pasarían a la Orden a su muerte. Los peregrinos obtenían transporte seguro de ida y vuelta a Tierra Santa a cambio de generosos donativos. A comienzos del siglo xiv, los templarios rivalizaban con los genoveses, los lombardos e incluso los judíos como banqueros. Los reyes de Francia e Inglaterra guardaban su tesoro en las bóvedas de la Orden. La Orden del Temple de París se convirtió en el centro del mercado de moneda del mundo. Lentamente, la organización evolucionó hacia un complejo financiero y militar, a la vez que económicamente independiente. Con el tiempo, la propiedad templaría, unas 9.000 haciendas, fue totalmente eximida de impuestos, y esta posición única le llevó a conflictos con el clero local, ya que las iglesias pasaban penurias mientras las tierras templarías prosperaban. La competencia con otras órdenes, particularmente los Caballeros Hospitalarios, no hizo más que aumentar la tensión.

Fuente: http://oldcivilizations.wordpress.com

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