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LA ENIGMATICA ORDEN DEL TEMPLE 7 DE 15

La regla primitiva constaba de un acta oficial del Concilio y un reglamento de 75 artículos, entre los que se encontraban algunos como el Artículo X: ”Del comer carne en la semana. En la semana, si no es en el día de Pascua de Natividad, o Resurrección, o festividad de nuestra Señora, o de Todos los Santos, que caigan, basta comerla en tres veces, o días, porque la costumbre de comerla, se entiende es corrupción de los cuerpos. Si el Martes fuere de ayuno, el Miércoles se os dé con abundancia. En el Domingo, así a los Caballeros, como a los Capellanes, se les dé sin duda dos manjares, en honra de la santa Resurrección; los demás sirvientes se contenten con uno, y den gracias a Dios”.
Una vez redactada fue entregada al Patriarca Latino de Jerusalén, Esteban de la Ferté, también llamado Esteban de Chartres, si bien algunos autores estiman que el redactor pudo ser más bien su predecesor, Garmond de Picquigny, que la modificó eliminando doce artículos e introduciendo veinticuatro nuevos, entre los cuales se encontraba la referencia a vestir sólo el manto blanco entre los caballeros y un manto negro para los sargentos. Después de recibir la regla básica, cinco de los nueve integrantes de la Orden viajaron —encabezados por Hugo de Payens— por Francia primero y por el resto de Europa después, recogiendo donaciones y alistando caballeros en sus filas. Se dirigieron primeramente a los lugares de los que provenían, con la seguridad de su aceptación y asegurándose cuantiosas donaciones. En este periplo consiguieron reclutar en poco tiempo una cifra cercana a los trescientos caballeros, sin contar escuderos, hombres de armas o pajes. Importante fue para la Orden la ayuda que en Europa les concedió el abad San Bernardo de Claraval que, debido a los parentescos y las cercanías con varios de los nueve primeros caballeros, se esforzó sobremanera en dar a conocer a la Orden gracias a sus altas influencias en Europa, sobre todo en la Corte Papal. San Bernardo era sobrino de André de Montbard, quinto Gran Maestre de la Orden, y primo por parte de madre de Hugo de Payens. Era también un creyente convencido y hombre de gran carácter, cuya sapiencia e independencia eran admiradas en muchas partes de Francia y en la propia Santa Sede. Reformador de la Regla Benedictina, sus discusiones con Pedro Abelardo, brillante maestro de la época, fueron muy conocidas. Así pues, era de esperar que San Bernardo aconsejara a la Orden una regla rígida y que les hiciera aplicarse a ella en cuerpo y alma. Participó en su redacción en 1128 en el Concilio de Troyes, introduciendo numerosas enmiendas en el texto básico que redactó el patriarca de Jerusalén, Etienne de la Ferté. Y ayudó posteriormente de nuevo a Hugo de Payens redactando una serie de cartas en las que defendía a la Orden del Templocomo el verdadero ideal de la caballería e invitaba a las masas a unirse a ella. Los privilegios de la Orden fueron confirmados por las bulas papales Omne datum optimum (1139), Milites Templi (1144) y Militia Dei (1145). En ellas, de manera resumida, se daba a los Caballeros Templarios una autonomía formal y real respecto a los Obispos, dejándolos sujetos tan sólo a la autoridad papal; se les excluía de la jurisdicción civil y eclesiástica; se les permitía tener sus propios capellanes y sacerdotes, pertenecientes a la Orden; y se les permitía recaudar bienes y dinero de variadas formas. Además, estas bulas papales les daban derecho sobre las conquistas en Tierra Santa, y les concedía atribuciones para construir fortalezas e iglesias propias, lo que les dio gran independencia y poder. En 1167, o según ciertos estudiosos, en 1187, se redactaron los Estatutos Jerárquicos, especie de reglamento que desarrollaba artículos de la Regla y que regulaba aspectos necesarios que no habían sido tenidos en cuenta por la Regla Primitiva (como la jerarquía de la Orden, detallada relación de la vestimenta, vida conventual, militar y religiosa, o deberes y privilegios de los hermanos templarios). Consta de más de seiscientos artículos, divididos en secciones. Durante su estancia inicial en Jerusalén se dedicaron únicamente a escoltar a los peregrinos que acudían a los santos lugares, y, ya que su escaso número (nueve) no permitía que realizaran actuaciones de mayor magnitud, se instalaron en el desfiladero de Athlit protegiendo los pasos cerca de Cesarea. Hay que tener en cuenta, de todas maneras, que sabemos que eran nueve caballeros. Pero, siguiendo las costumbres de la época, no se conoce exactamente cuántas personas componían en verdad la Orden en principio, ya que los caballeros tenían todos ellos un séquito, menor o mayor. Se ha venido en considerar que, por cada caballero, habría que contar tres o cuatro personas, por lo que estaríamos hablando de unas treinta o cincuenta personas, entre caballeros, peones, escuderos, servidores, etc.
Sin embargo, su número aumentó de manera significativa al ser aprobada su regla y ese fue el inicio de la gran expansión de los pauvres chevaliers du temple (pobres caballeros del templo). Hacia 1170, unos cincuenta años después de su fundación, los Caballeros de la Orden del Templo se extendían ya por tierras de lo que hoy es Francia, Alemania, el Reino Unido, España y Portugal. Esta expansión territorial contribuyó al enorme incremento de su riqueza, que pronto no tuvo igual en todos los reinos de Europa. Tuvieron una destacada actuación en la segunda cruzada, protegiendo al rey Luis VII de Francia en las derrotas que éste sufrió a manos de los turcos. Hasta tres grandes Maestres Templarios cayeron presos en combate en 30 años: Bertrand de Blanchefort (1157), Eudes de Saint-Amand y Gerard de Ridefort (1187). Pero las derrotas ante Saladino les hicieron retroceder en Tierra Santa. Así, en la batalla de los Cuernos de Hattin, que tuvo lugar el 4 de julio de 1187 en Tierra Santa, al Oeste del Mar de Galilea, en el desfiladero conocido como «Cuernos de Hattin» (Qurun-hattun), el ejército cruzado, formado principalmente por contingentes templarios y hospitalarios a las órdenes de Guido de Lusignan, rey de Jerusalén, y de Reinaldo de Châtillon, se enfrentó a las tropas del sultán Saladino. Este les infligió una tremenda derrota, en la que cayó prisionero el Gran Maestre de los templarios (Gérard de Ridefort) y perecieron muchos de sus caballeros, aparte de las bajas hospitalarias. Saladino tomó posesión de Jerusalén y terminó de un manotazo con el Reino que había fundado Godofredo de Bouillón. Sin embargo, la presión de la Tercera Cruzada y, sobre todo, el buen hacer de Ricardo I de Inglaterra (llamado Corazón de León) lograron de Saladino un acuerdo para convertir a Jerusalén en una especie de “ciudad libre” para el peregrinaje. Después del desastre de Hattin, las cosas fueron de mal en peor, y en 1244 cayó definitivamente Jerusalén, recuperada dieciséis años antes por el Emperador Federico II por medio de pactos con el sultán al-Kamil, y los templarios se vieron obligados a mudar sus cuarteles generales a San Juan de Acre, junto con las otras dos grandes órdenes monástico-militares: los Hospitalarios y los Caballeros Teutónicos. Las posteriores cruzadas, la Cuarta, la Quinta y la Sexta, a las que evidentemente se alistaron los templarios, o no tuvieron un reflejo práctico en Tierra Santa o fueron episodios demenciales (como la toma de Bizancio en la Cuarta Cruzada). En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como San Luis) decide convocar la Séptima Cruzada, y la lidera, pero no conduciéndola a Tierra Santa, sino a Egipto. El error táctico del Rey y las pestes que sufrieron los ejércitos cruzados les llevaron a la derrota de Mansura y al desastre posterior, en el que el propio Luis IX cayó prisionero.
Y fueron los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, los que negociaron la paz y los que prestarían a Luis la fabulosa suma que componía el rescate que debía pagar por su persona. En 1291 tuvo lugar la Caída de Acre, con los últimos templarios luchando junto a su Maestre, Guillaume de Beaujeu, lo que constituyó el fin de la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la Orden, que mudó su Cuartel General a Chipre, isla que antaño habían poseído tras comprarla a Ricardo Corazón de León, pero que hubieron de devolver al rey inglés ante la rebelión de los habitantes. Esta convivencia de Templarios y soberanos de Chipre (de la familia Lusignan) fue incómoda, hasta el punto que el Temple participó en la revuelta palaciega que destronó a Enrique II de Chipre para entronizar a su hermano Amalarico II, hecho que permitió la supervivencia del Temple en la isla hasta varios años después de su disolución en el resto de la cristiandad (1310). Los templarios intentarían reconquistar cabezas de puente para su nueva penetración en el Oriente Medio desde Chipre, siendo la única de las tres grandes órdenes de caballería que lo hizo, pues tanto los Hospitalarios como los Caballeros Teutónicos dirigieron sus intereses a diferentes lugares. La isla de Arwad, perdida en septiembre de 1302, fue la última posesión de los templarios en Tierra Santa. Los jefes de la guarnición murieron (Barthélemy de Quincy y Hugo de Ampurias) o fueron capturados, como fray Dalmau de Rocabertí. Este esfuerzo se revelaría inútil, no tanto por la falta de medios o de voluntad, como por el hecho de que la mentalidad había cambiado y a ningún poder de Europa le interesaba ya la conquista de los Santos Lugares, con lo que los templarios se hallaron solos. De hecho, una de las razones por las que al parecer Jacques de Molay se encontraba en Francia cuando lo capturaron era la intención de convencer al rey francés de emprender una nueva Cruzada. La I Cruzada, predicada por Urbano II en el concilio de Clermont-Ferrand (1095), pretendía conquistar territorios, someter al infiel y terminar con las lu¬chas intestinas entre la caballe¬ría italiana y sobre todo franca, cuya levantisca nobleza abusa de la población en general, bur¬gueses o siervos, que se ven aco¬sados entre las depredaciones de sus señores naturales y el ban¬dolerismo. Los ejércitos cruza¬dos marchan al unísono bajo la divisa papal: «Dios lo quiere». El 15 de julio de 1099, frente a los muros de la ciudad de Jerusalén, tres veces santa, se congrega un poderoso ejército procedente de Constantinopla, adonde han ido convergiendo poco a poco y de¬sordenadamente las mesnadas de diversos señores francos y de la nobleza europea. La considerable fuerza de estos ejércitos consigue abrirse camino hasta Jerusalén y sitiarla. Después de un largo y penoso asedio, las tro¬pas al mando de Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena, toman por asalto la ciudad a los musulmanes. Tras el fra¬gor de la batalla, la sagrada ciu¬dad hierve de fuego y de sangre. En sus torreones y en los ma¬tacanes de sus murallas ondean las banderas internacionales de los cruzados: acaba de crearse el reino latino de Jerusalén, que quedará bajo la autoridad de los Bouillon y los Lusignan. Godo¬fredo de Bouillon, incapaz de «ceñir corona de oro allí donde Cristo sufrió la de espinas», se declara no rey, sino Protector del Santo Sepulcro. Más tarde, los ejércitos cru¬zados expanden su influencia militar y política en la zona y recaban para sí parte de los te¬rritorios ocupados por Siria, donde crean el principado de Antioquía y los condados de Edesa y Trípoli. Para proteger el territorio se habilitan las órdenes de caballe¬ría y sus miembros, mitad monjes, mitad soldados, combaten junto a los cruzados, cabalgan al flanco de sus caravanas, reco¬rren las desiertas rutas de Tie¬rra Santa para proteger a los pe¬regrinos de los ataques del bandolerismo y de las escaramuzas de los guerreros musulmanes.

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