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LA ENIGMÁTICA ORDEN DEL TEMPLE 8 DE 15

Con este fin se crean las Orde¬nes del Temple (1118),de los Caballeros Hospitalarios (1120) y de los Caballeros Teutónicos(1198), aunque éstos sólo actua¬rán fuera de Palestina, en los territorios regados por el Bál¬tico. En 1144, San Bernardo de Claraval, figura señera de la cris¬tiandad que ya se había ocupado de la creación de la orden del Temple, predicó la //Cruzada (1144-1148), que fracasó com¬pletamente. En ella intervinie¬ron el rey Luis VII de Francia y el emperador de Alemania Conrado III Staufen, quienes acometieron el frustrado asedio de Damasco. Durante la III Cruzada (1187) se perdió Jerusalén, aunque se conservaron Jaffa y San Juan de Acre. En ella participaron el rey de Francia Felipe II Augus¬to, el emperador de Alemania Federico I Barbarroja, que mu¬rió ahogado en el Salef mientras se bañaba, y el rey de Inglaterra, Ricardo Corazón de León, quien guerreó incansablemente contra Saladino, pero cuyo comporta-miento atizó profundas divisio¬nes entre los príncipes cristia¬nos, ante Felipe Augusto y an¬te el emperador Enrique VI, de quienes era vasallo. La gloriosa leyenda de Ricardo Corazón de León (1157-1199) no se corres¬ponde con la realidad de los hechos. Rey de Inglaterra, antepuso siempre sus intereses personales a los del reino. Vasallo del rey de Francia, Felipe Augusto, se enemistó con él en Tierra Santa, por lo que este monarca favoreció luego los intereses de Juan Sin Tierra, hermano de Ricardo, sobre el trono de In¬glaterra. En el mismo orden de cosas, durante el asedio a San Juan de Acre (1191), Ricardo ofendió mortalmente al duque Leopoldo de Austria, pues no tuvo reparo en apartar el estandarte que el austriaco había clavado en los muros de la ciudad para colocar el suyo propio.
Como represalia, a su paso cerca de Viena y de regreso de la cruzada, el duque lo hizo prisionero y lo retuvo dos años, con la aquiescencia imperial, hasta que Inglaterra pagó el correspondiente rescate. Los artífices de la IV Cruzada (1202) desviaron su objetivo y, azuzados por los intereses comerciales y hegemónicos de Venecia, atacaron Constantinopla, para oprobio de la cristiandad y desesperación de Inocencio III, en lugar de volver a liberar Tie¬rra Santa. Tras la toma de la metrópoli bizantina (1204) se creó un nuevo Estado en la re¬gión llamado Imperio latino de Constantinopla, ciudad que su¬frió el asedio y la destrucción a manos de los cruzados cristia¬nos y el vandalismo y la codicia de los venecianos, que derruyeron palacios y arrojaron al mar los tesoros ar¬tísticos de la Grecia clásica,. La VCruzada, predicada en el concilio de Letrán (1215), fue di¬rigida por el rey Andrés II de Hungría y el rey de Jerusalén, Juan de Brienne. Fue un fra caso. La VI Cruzada (1223) fue co¬mandada por el emperador Fe¬derico II Hohenstaufen. quien consiguió milagrosamente, sin derramamiento de sangre y tras diversos acuerdos con el sultán de Egipto, el condominio con¬fesional de Jerusalén, Belén y Nazareth, mucho más de lo que habían logrado sus más esfor¬zados predecesores, quizá ayu¬dadooen connivencia con los templarios de Jerusalén, según unos, y en franca oposición con éstos, según otros.La VIICruzada, predicada en 1245 en el concilio de Lyon y dirigida en 1248 por San Luis, rey de Francia, atacó el sulta-nato de Egipto. Esta expedición fue un completo fracaso y pa¬reció que el destino no aprobase maniobra alguna que no fuera encaminada a la conquista de los santos lugares. El rey de Francia cayó enfermo y prisionero de los musulmanes junto a varios caballeros de la nobleza francesa. Por todos ellos se hubo de pagar un crecido rescate para que re¬cuperasen su libertad y pudie¬ran regresar a su país. No contento con este resul¬tado, San Luis organizó la VIII Cruzada 20 años después, en 1268, que se encaminó a Túnez, Pero tampoco en esta ocasión se obtuvieron resultados favora¬bles para la causa cruzada. El rey de Francia, que iba a la cabeza de los ejércitos, y varios miem¬bros de la familia real murieron de peste a las puertas de la ciu¬dad de Túnez (1270).
Pero las cruzadas no respon¬dieron a un ideal eminentemente pacifista y aglutinador de ideales e ideologías, ni entre los euro¬peos ni para con los pueblos so¬metidos, pues se fueron desvian¬do de su fin principal, la libe¬ración de Palestina. Y el poder de los papas utilizó las expedi¬ciones cruzadas como objetivo para consolidar sus personales intereses o los de la Iglesia. Así, Inocencio III llegó a predicar una cruzada contra los albigenses, también llamados cáta¬ros (1208-1213), y Gregorio IX contra el emperador Federico II Staufen, ante los ataques de éste a la liga lombarda o con¬tra el rey de Aragón y Cataluña. Pedro III, cuando éste tomó par¬tido por los sicilianos en contra de la Casa de Anjou, cuyos des-manes en Sicilia había apoyado la Santa Sede y el propio San Luis, rey de Francia (1282). Otras cruzadas se iniciaron impelidas por el fanatismo po¬pular. Ya la I cruzada había empezado con las ardorosas predicaciones de Pedro de Amiens, llamado el Ermitaño, que arras¬tró a una considerable multitud de hombres, mujeres y niños (unos 10.000). Tras numerosas penalidades, sin detenerse ante el saqueo y la violencia cuando necesitaban procurarse alimen¬tos, llegaron a Asia Menor, don-de los ejércitos otomanos aca¬baron con ellos. En 1212 surgió la cruzada de los Ni¬ños, encabezada por un pastorcillo de Vendóme, en Francia. De nuevo un inmenso tropel de 30.000 niños y jóvenes se dirigió a Jerusalén sin orden ni con¬cierto, y a ellos se añadieron toda suerte de truhanes y fa¬náticos.
En Marsella embarca¬ron en varias naves, engañados por mercaderes de esclavos que los condujeron a Egipto, donde fueron vendidos como siervos y a los serrallos. En 1250 se repite el fenómeno y se pone en mar¬cha la cruzada de los Pastorcillos, en la que participaron miles de jóvenes alemanes, que fueron pereciendo trágicamente en su marcha hasta Bríndisi. En la península Ibérica, los monarcas portugueses, castella¬nos y catalano-aragoneses quedaban exonerados de la partici¬pación en las expediciones a Tie¬rra Santa por considerar los papas que la liberación que ha¬bían emprendido de la penínsu¬la de la hegemonía musulmana respondía a los mismos ideales de consolidación y defensa de la cristiandad. Para completar el panorama de las expediciones cruzadas, sólo resta añadir que en 1291 los sirios se adueñan definitivamen¬te de todas las posesiones ena¬jenadas por los cristianos euro¬peos y toman San Juan de Acre, Tiro, Beirut y Sidón. Los tem¬plarios, que habían representa¬do un gran apoyo para las fuer¬zas militares y civiles en Tierra Santa y en todo el Mediterráneo, pasan a Chipre, donde perma¬necerán hasta la disolución de la compañía (1312). Con la conquista de Tierra San¬ta en 1095 surge el fenómeno de las grandes peregrinaciones de los cristianos europeos a Pales¬tina, deseosos de contemplar el Santo Sepulcro y pisar la tierra sagrada en que Cristo sufrió pa¬sión y muerte. Pero el viaje, ya de por sí plagado de peligros y sobresaltos en territorios cris¬tianos, pese a las bulas papales que establecían inmunidad a los peregrinos y aseguraban la pro¬tección eclesial de sus familias, tierras y patrimonios mientras durase su devoto periplo, era to¬davía más arriesgado en los países delimitados por tierras de infieles, pues los viajeros se exponían de continuo a ser asaltados por grupos de bando¬leros y, sobre todo, a ser certero objetivo de beduinos saqueado-res o de los temibles y fieros ashashins. Por este motivo preci¬samente y para soco
Por este motivo preci¬samente y para socorrer a los necesitados de ayuda en rutas, pasos y fronteras, a la labor de¬sarrollada por los benedictinos, que ya antes del siglo XI poseían los dos monasterios de Santa María Latina y de Santa María Magdalena, se añade, en 1113, mediante bula papal publicada por Pascual II, la creación de la orden del Hospital de San Juan Limosnero de Jerusalén, fun¬dada por Raymond du Puy, cu¬yos miembros, los hospitalarios, socorren a enfermos y desasis¬tidos, aunque también se ocu¬pan de la seguridad en los ca¬minos. Pese a esto y con una motivación más directamente militar, se funda en 1128 la Or¬den del Templo de Salomón, una milicia compuesta por monjes-soldados cuyo objetivo primor¬dial es proteger y defender a los peregrinos cristianos en Tierra Santa, pero también combatir di-rectamente contra el infiel, ser¬vir de avanzadilla cristiana en castillos y fortalezas fronterizos con los reinos musulmanes y pa¬trullar las rutas, acompañar ca¬ravanas y, más tarde, realizar misiones diplomáticas y secretas de alta envergadura. “Vos que sois señor de vos mis¬mo deberéis haceros siervo de otro”, especifica el artículo 661 de la Regla. «Cuando deseéis estar a este lado del mar, se os enviará a Tierra Santa; cuando queráis dormir, deberéis alza¬ros, y cuando estéis hambriento, tendréis que ayunar». No hay tranquilidad para el templario, ni molicie. Y su vida se configura como la de las demás órdenes religiosas, con el añadido de la misión militar, lo que conlleva rudos entrenamientos y considerables renuncias. Desde que Hugo de Payns es elegido gran maestre (Magister Militum Templi, 1118-1136) en Jerusalén, todos sus esfuerzos se encaminan a recabar la apro¬bación papal de su incipiente or¬den (concilio de Troyes. 1128) y a la obtención de una regla que la organice como orden eclesiás¬tica y a la vez militar. El gran maestre donará su señorío de Payns o Payens a la orden —do¬nación que enseguida tendrá mu¬chos imitadores— y se dará en cuerpo y alma a sus intereses, para morir en Reims en 1139. La regla primitiva estará constituida por los privilegios que concederá el concilio de Troyes a la orden (1128), revisados por el patriarca de Constantinopla (1131) y modificados por la bula papal de 1139. Los estatutos se componen de setenta y dos artículos, redactados en latín y traducidos posteriormente al francés, cuyas versiones no siempre coinciden, que establecen votos de pobreza, castidad y obediencia, como todas las ór¬denes religiosas, además de austeridad y renuncia, ayuno y comedimiento en el comer, en el vestir y en el obrar, censurando toda ostentación, todo lujo o riqueza in¬dividual.
El templario no posee nada, pero no así la orden, que dispone de armas, cabalgaduras, pertrechos, iglesias, castillos o ca¬sas de labor, y que es considerablemente acaudalada. Además se promueve el uso del hábito: sayal pardo o negro para los hermanos y capa blanca, con cruz posteriormen¬te, para los caballeros, que se puede perder sí se cometen de¬terminadas y graves infraccio¬nes, lo que conduce a uno de los mayores deshonores, como la pérdida del caballo. Se impone la abstinen¬cia, pudiendo comer carne sólo tres veces a la semana, la disciplina corporal, un có¬digo penal rudimentario para prever infracciones comunes en otras órdenes, tales como extorsión, nepo¬tismo o deserción). También de impone la imposibili¬dad de aceptar niños a cargo de la orden, que era práctica habitual en otras órdenes, la prohibición absoluta de trato con mujeres, «cuyo rostro el caballero evitará mirar» y a las que jamás podrá besar, aun¬que sean su madre o su her¬mana, absteniéndose completa¬mente de «besar hembra alguna, ni viuda ni doncella». La admisión en el Temple impone ciertos requisitos, tales como estar sano y no sufrir en¬fermedades, tales como la sí¬filis y otras venéreas, propias de la caballería desenfrenada de la época, y la epilepsia, para mu¬chos clara señal de posesión diabólica. También se especifica que no se tiene que haber sido arrojado de otra orden, norma también común a todas las instituciones religiosas, sobre todo a las ór-denes militares, pues los hospi¬talarios se nutrían también de proscritos y vividores arrepen¬tidos en mayor o menor medida. Otra obligación era no estar excomulgado ni fre¬cuentar personas que la Iglesia hubiese postergado, aunque la bula de 1139 permite al excomulga¬do, si existe retractación pública y el obispo provincial lo absuel¬ve, ser recibido en la Casa «con misericordia».

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